Con los santos no se juega: Enay Ferrer
Curaduría: María Elena Ramos
A su reiterada crítica a la violencia, que se ha canalizado en la problemática urbana con sus diferencias sociales, en los últimos años Enay Ferrer ha sumado una conciencia sobre la violencia ejercida, directa o indirectamente, desde el poder político contra la buena fe del pueblo, violencia en la forzada refundación de la historia y el intento de falseamiento de la memoria colectiva, violencia en rituales de santería para invocar la permanencia en el poder, violencia en la suplantación expresa o soterrada de los santos y de los héroes.
Ferrer quiere tratar de entender el mundo que lo rodea, y sus instrumentos son la pintura, el dibujo. Se vincula así a distintos compromisos: a aquel estado de conciencia que él suscribe en tanto hombre de pensamiento, y al saberse artista y sentirse un ser privilegiado que puede enfrentar los horrores de su tiempo a través de figuras de sustitución –parábola, hipérbole, metáfora o metonimia-. Quiere referirse a los males del mundo a través de la estética y crea seres alados como arcángeles que habitan entre la justa ira y las imágenes de la belleza: a la vez la levedad angélica y la oscura presencia de la sombra.
“No más feos” señala un letrero en una de sus obras, en referencia “a la situación actual del país y a la gente que lo conduce” y en una “petición que nos libere de ellos”. Señala así, desde los predios de la creación artística, el grave peligro que la fealdad moral de los líderes puede implicar para un país. Dice el filósofo Julián Marías: “Las personas de almas feas sienten predilección por algunas cosas y suelen agruparse de acuerdo a ello. De ahí la mayor o menor ‘densidad’ de fealdad anímica (…) El indicio más claro y seguro es la relación con la verdad. La indiferencia ante ella es una evidente disposición a la fealdad del alma (…) Y la actitud ‘contra la verdad’ es el rasgo capital de esa fealdad”
A pesar de su larga estancia en el interior de Venezuela, Ferrer es un joven de las generaciones urbanas en quien el impacto de una ciudad como Caracas ha dejado huella. Lo marca también el haber crecido en una familia con valores religiosos, en un hogar en el que los símbolos de tal religiosidad han sido parte visible de la vida cotidiana. Hombre de este tiempo políticamente complejo, tiene un claro sentido de su contemporaneidad, pero a la vez una sensibilidad abierta tanto a etapas anteriores de la historia como a valores permanentes de la humanidad. Ferrer es un creador penetrante, además, para observarse en la convivencia consigo mismo, acaso el reto más difícil y del que la fuerza de sus autorretratos da fe.
Sus imágenes se han ido moviendo –sin nunca cerrar del todo cada etapa- entre los llamados de la tierra y los de lo alto: entre sus Animales de asfalto y sus Habitantes del cielo. Ahora su voz se alza -a la defensiva y a la ofensiva a la vez- para clamar y reclamar Con los Santos no se juega, uno de los llamados que está sintiendo que la época le exige. Así, como hacía de niño cuando se encerraba en su cuarto y dibujaba el entorno de su casa, y lo que no le gustaba lo transformaba sobre el papel, en los últimos años se concentró en sacar de sí una obra que es alegato ético y defensa de las creencias individuales, a la vez que una creación poética y plástica de notable fuerza, en la que va transfigurando a su manera nuestro drama colectivo.
Dice el artista: “Algo que me preocupa mucho en mi trabajo es la conexión con el alma. Es probable que tenga mucho tiempo pensando y racionalizando la pintura, pero yo siempre me obligo a no desprenderme de su aspecto emotivo”. Y dice Víctor Krebs: “El alma se forja en la lucha y en la tensión esencial entre la inteligencia y la interioridad”. Un creador como Enay Ferrer está abierto a esa interioridad que atañe tanto a la propia corporeidad como a los llamados del alma, tanto a los medios sensibles como a las ideas trascendentes, tanto a los placeres estéticos como a la conciencia ética. Integra contenidos de la memoria, donde se reúnen lo muy antiguo y lo muy actual en el instante de creación de la imagen. Quiere hacer un “arte activo, como conocimiento” y no un “arte pasivo, de artefactos para vender”. Sus obras, llenas de sí mismo pero también de alusiones al sufrimiento social, conectan de modo profundo y sutil el pensamiento del intelecto con los saberes del sentimiento y la emoción. En esta curaduría hemos reunido tres grupos temáticos esenciales en su producción: los santos, los héroes, los autorretratos.
Los santos
En el imaginario de Ferrer los santos son emisarios de la tradición familiar. Pero también, como hitos físicos que ocuparon los espacios donde creció, son portadores del sentido del lugar, figuras de compañía, tanto o más con un contenido humano que sagrado, tanto o más como objetos del apego cotidiano que como representación de los dioses.
La obra Mi querido Doctor Santo recibe en esta muestra al visitante. En amplia síntesis de la benevolencia, del hacer bien sin mirar a quien, José Gregorio Hernández aparece sin rostro y en silueta negra sobre el blanco. Pero también la santidad puede estar ligada a la violencia, como sucede en La santa sangre, de 2011, en que cohabitan San Miguel Arcángel y San Benito de Palermo sobre un cuchillo. Acaso sea esta pieza un recordatorio de que el malandro poderoso también se encomienda a los santos, como pidiendo protección para sí mismo cuando empuñe el arma blanca, o como rogando salvarse de la cárcel después del delito.
San Miguel Arcángel se reitera: como ser alado pintado en negro con zapatos rojos y negra espada; o con fondo de mancha azul que nos recuerda que la historia sagrada lo llamó también “arcángel del rayo azul”; o como figura blanca, con orejas de personaje de comic, corazoncito rojo en el pecho y un rostro desde el que está gritando el propio autorretrato del artista, en una obra que revela algo frecuente en Ferrer: su capacidad para construir la densidad dramática aun utilizando signos jocosos de las tiras cómicas y recursos banales de la sociedad de consumo.
Sus santos están contaminados de humanidad: un Sagrado Corazón de Jesús (2009/2016) en grafito sobre papel palpita sobre un soporte ultrajado de huellas y marcas. Se reúnen aquí una extraña aureola de rayos dibujados, rostro y manos de Cristo sufriente y un aura mundana de intelectual barbudo de alguna vanguardia artística o literaria. Un corazón anatómico recibe el nombre de Sagrado corazón, a secas, pero es inevitable sentir implícita allí la atribución a cierto carácter bendito de la anatomía humana como creación divina. En la obra de Ferrer no hay una crítica acerba o irónica a lo religioso, como sucede con cierta frecuencia en el arte. Hay más bien un doble enfoque: por una parte una visión afectiva de la religiosidad como herencia de familia y memoria de un pueblo y, por otra, una crítica al mal uso de lo religioso desde lo político, precisamente por generar un vaciamiento del afecto esencial, de la creencia sincera en los vínculos entre el hombre y lo sagrado. Enay se moviliza también por acciones que le resultan detonantes, esas que lo sacuden en un instante y le urgen a detenerse, en un rápido golpe de rechazo por algo que le remueve emocional e intelectualmente, exigiéndole separación y diferenciación, como en una necesidad de decir: yo no soy eso, yo no puedo aceptar eso, yo no quiero convertirme en eso, un sentimiento frecuente en estos años, por cierto, entre los venezolanos una y otra vez sorprendidos ante la realidad. Sucedió así cuando en la Navidad de 2011 el artista vio reunidos, en un pesebre de Parque Central, íconos religiosos con figuras de propaganda política. “Las tradicionales imágenes cristianas fueron sustituidas por personajes políticos oficialistas, como el mismísimo galáctico en papel protagónico”, dice al referirse a esa experiencia que resultó movilizadora para su trabajo de los últimos años. Necesitó entonces cuestionar con su pintura aquella narrativa mesiánica y, sobre todo, el intento de suplantación de una religiosidad genuina por un dudoso sincretismo entre el poder y lo sagrado, entre lo militar y lo familiar, entre un acervo cultural de país y la inserción de una memoria espuria como estrategia de un Estado todopoderoso -y aquí, incluso, divinizado- que, en su pretensión de crecerse ante una comunidad doblemente creyente -en santos y en héroes- busca aprovechar lo ya ganado por estos en el sentir emocional del pueblo.
Los héroes
El color rojo va apareciendo entonces en los pedestales de los héroes, en chaquetas militares o en manchas y fondos fogosos. Con la hibridez de sus figuras, el artista parece proponer próceres elevados a categoría de veneración, como si fueran santos, o figuras de la nueva política buscando trascender su limitado poder temporal. En varias de las obras tituladas Rojo (de la serie Con los santos no se juega) los protagonistas, más que al imaginario de figuras religiosas como sugiere el título, corresponden al universo de héroes, caudillos o militares en acción en medio de espadas rojas o transparentes, charreteras, gestos de la pintura que asemejan extraños sombreros gigantes y translúcidos. Es un rojo que de algún modo representa la hybris –la desmesura- de este tiempo que vivimos, pero que también puede recobrar antiguos simbolismos: rojo-pasión, rojo-fuerza, rojo-lucha y valentía, y hasta puede señalar un “alto” -un distanciamiento por el humor- cuando aparece como mancha de color en los zapatos Nike de algún santo.
Ferrer ha intervenido recientemente, con óleo y pintura industrial, una serie de fotografías de estatuas de Bolívar y Miranda que captó con su cámara en distintas plazas de Caracas. Son intervenciones que podrían evocar el concepto de lectura ahora, de Walter Benjamin. Lectura que actualiza Ferrer tanto de los héroes del siglo XIX como de una estatuaria solemne, épica y consagratoria, erigida después de sus hazañas. Pero se trata también de un acto específicamente artístico: la lectura -a partir de la fotografía de hoy- de una escultura antigua. Y se trata luego también de la lectura de una fotografía de hoy a través de la intervención pictórica. Es, en fin, el arte sobre el arte; la interpretación sobre la interpretación. Pero es, sobre todo, una lectura ahora -desde estos años de falsos héroes- de un tiempo otro de celebración legítima a quienes liberaron el país en la lucha por la independencia.
En su Retrato ecuestre (a partir del Bolívar de Michelena) de 2016, Ferrer hace cabalgar un prócer anónimo sobre un perro inmenso, como otra irónica reinterpretación de la historia. Aquí el perro y el fondo irradian la emocionalidad del color, mientras el sombrío personaje que cabalga se ve minimizado en talla, tono y figura, acaso en alegoría de la oscura irrelevancia de ciertos seres, falsamente investidos como mitos cuando se quiere refundar a toda costa la historia.
Los autorretratos
La necesidad de autorretratarse da a la creación de Enay Ferrer uno de sus núcleos de mayor intensidad. Verse, y verse viviendo en el mundo que lo rodea, y verse en diferentes simbiosis y mimetismos –con el animal o el personaje de historietas, con el bendecido, el ejecutivo o el guerrero- son modos en que, con el lenguaje del arte, fortalece su identidad a la vez que se mantiene siempre abierto a la vulnerabilidad.
El autorretrato fotográfico da la base para transferir ojos y boca a una intervención pictórica posterior, que puede traducirse en fiero semblante o en faz más serena -de mirada un tanto perdida y melancólica- en un personaje híbrido de cuello y corbata, ser con charreteras y orejas de caricatura que transmite humor y a la vez tristeza en una semblanza fuerte sobre la condición humana. O, ya sin foto de base, un autorretrato pictórico puede ser expresión de la furia descarnada en mirada y grito (como su Habitante del cielo de 2011) o, como en su dibujo de 2009, inquietante figura de manos como garras y dramáticos bordes negros en ojos que penetran el tácito espejo -instrumento en que se mira el artista cuando no ha estado antes de por medio su cámara- para redirigir luego al espectador, en dinámica propia del autorretrato, esa misma mirada inquisidora. Dice: “Lo que suelo hacer es verme un rato en el espejo, me voy con un registro en la memoria, no solo físico, también emocional, a otro espacio donde tengo el soporte, y dibujo. Es esencial para mí esa relación con lo emotivo, eso no quiere decir que siempre lo disfrute, pero es un hecho que vivo intensamente”..
Hay autorretratos más indirectos, como en La santa calle, de 2016, donde se da una torsión conceptual y distanciada cuando lo único que identifica al personaje con el autor es el casco blanco de motorizado que Enay utiliza en sus recorridos por Caracas. No hay aquí “parecidos” -eso que la gente suele pedir a un retrato o un autorretrato- sino el giro gnoseológico indirecto, tomado de ese referente externo que es su casco protector, ya asumido aquí como signo de sí mismo. La palabra “Santo” aparece escrita sobre la imagen, y se alude además a la santidad desde el título, atribuyéndola a esa parte esencial (tan profana por cierto) de la vida urbana que es la calle. Se reúnen así en esta obra sus distintos imaginarios: el autorretrato –aquí como motorizado-, los próceres (el personaje lleva chaqueta militar) y los santos, esos con los que no habría que jugar.
Los vínculos
La línea que separa los tres temas –el apego religioso, la crítica política, la mirada hacia sí mismo- se hace a veces muy delgada, tanto que podríamos preguntarnos: ¿dónde termina una serie iconográfica y empieza otra? Y es que no se trata de compartimentos estancos sino de pasiones insistentes del artista que se comunican entre sí como en una corriente de sentido que recorre toda la muestra. San Miguel Arcángel, espada en mano, lucha contra los demonios y protege a los inocentes de los obstáculos y los miedos. Es santo y es guerrero. En la obra Retrato en traje de campaña (2016), que aparece en portada de este catálogo, sucesivas capas de pintura reúnen la figura religiosa con el ser de un combatiente que emerge, como anunciado contra algún infierno. Con escafandra anti-gases (¿o máscara mortuoria?) también encubre el autorretrato, que asoma entre el sincretismo cultural, la ambigüedad artística y un vaivén expresionista sobre el rostro propio: “es más lo que oculto que lo que digo”. El personaje único, al centro de la obra, se hace denso en la concentración de las temáticas, pero también es pictóricamente denso, por los distintos “pases” del artista sobre la tela.
A Ferrer le interesa trabajar los pases de pintura-sobre-pintura, lo que con frecuencia es también un ir pasando época-sobre-época. Si bien la mayoría de las piezas en esta muestra han sido realizadas en el presente año 2016 y entran así a la categoría de “obra reciente”, algunas confiesan en su ficha técnica el proceso de una historia más larga, al revelar una fecha inicial y su continuidad y cierre (al menos por ahora) en el año actual. Son imágenes guardadas y retrabajadas que concentran no solo capas de pintura sino sobre todo vetas de sentido, estratos temporales, énfasis distintos según los momentos vividos –los suyos y los del país- llegando a convertirse en pinturas de compañía para el artista. En ocasiones, por estar tan cargadas de sí mismo, el espectador las percibe como piezas arquetípicas.
Esa acción de retomar una obra anterior, que muchos artistas comparten, adquiere en Ferrer un relieve particular pues va más allá del afán perfeccionista por “mejorar” o “completar” un trabajo en actitud autocrítica. En este caso el proceso incorpora giros temáticos, decantamientos de su visión política y hasta juegos consigo mismo, como sucede en el dibujo iniciado en 2000 que retoma ahora con el nuevo título Ven, volvamos a jugar. Este “volvamos” no solo retorna a la obra original para actualizarla en tiempo presente; y no solamente incorpora el tema del juego –del mantenerse jugando, del volver a jugar- como un componente tanto de la vida como de la acción artística misma. Ese volver también apunta a un asunto clave, de modo general, en el ideario de Ferrer: el tema de la construcción de la memoria. Y así en sus espacios, tan concentrados en referencias intelectuales, comunicacionales, éticas y sociales, la memoria se va construyendo también en las huellas emocionales que el artista va dejando como para sí mismo: marcas o números sobre la superficie que le dicen algo solo a él, pero que agregan a las imágenes una espesura distinta: a la vez más ligera y más profunda.
Una obra como La santa fe, fechada 2010/2016, resulta particularmente interesante en el contexto de esta muestra pues ella se trae algo de las épocas anteriores, que el artista necesita hacer, al menos para sí mismo, inolvidables. Pero además -y esto incluso sin él buscarlo-, esta imagen se confronta con su más reciente etapa creativa. La santa fe actúa así como recordatorio de los modos segmentados en que Ferrer ha constituido el espacio en su producción de años anteriores. En 2011 escribí, sobre algunos modos de estructurar la composición en Ferrer: “El fragmento está aquí no ya como handicap sino como posibilidad. Pero para eso hace falta una actitud mental: comprender el mundo fragmentario en que se vive, no ahogarse en ello tildándolo de caos sino integrándolo a la propia vida, que es en definitiva el primer collage de fragmentos de que disponemos” …la propia vida, es decir, integrándolo a una manera muy personal de totalidad.
Había un lenguaje más fraccionado en Ferrer cuando el tema urbano era un asunto esencial: la ciudad es fragmentaria por definición, en ella el ser lidia y se aviene a la multiplicidad en simultaneidad; aprende a extraer de tal costumbre perceptiva su desasosiego, pero también sus goces y encantamientos. Para entonces necesitó ir hacia el collage que agrega, o el decollage que hace rajaduras en el soporte; recurrió al montaje, las técnicas mixtas, los ensamblajes y los recursos instalativos para contar relatos de desarraigos pero también necesidades de reconstitución, revelando encuentros -sin contradicción- entre la fuerza del drama y la fragilidad de la condición humana; entre la mancha de la pintura industrial y los papeles de sus dibujos, vulnerados, pisados. Produjo convivencias entre el fervor y la agresión, entre juego de niños y relaciones de poder, entre figuras míticas de la sociedad de consumo como Amy Winehouse y guiños del pop en la vida urbana. Cristo, el cuchillo, los soldaditos, el José Gregorio Hernández, el Mickey Mouse o el Tribilín de Disney coexisten en La Santa Fe con un signo cotidiano de prohibición y detente, el de No estacionar, que parece sugerir con ironía que ninguno de los ámbitos de existencia aquí convocados son para ser aparcados, para quedarse, porque todo es en realidad transitorio.
Ya en un sentido espacio-temporal, se trata de la construcción de obras que se van armando poco a poco, en tiempo lento a lo largo de los meses o los años, alargado el proceso de creación. Obras que necesariamente –estructuralmente- se van construyendo pedazo a pedazo. Sobre esos modos fragmentarios, y sobre esas contaminaciones entre las formas, dice Enay Ferrer: “Me interesa lo contaminado como visión de lo plural, como condición natural del individuo, como respuesta integrada a su condicionamiento social. Un ser contaminado por la historia de su especie”.
Una obra como Animales de asfalto (querido pueblo mío, con los santos no se juega) creada entre 2012 y 2016, actúa como una transición entre las composiciones anteriores -de múltiples focos y estructura segmentada- y los personajes más unitarios que van a centrar las creaciones de su etapa más reciente. La figura se vuelve un doble autorretrato que enfrenta el cuerpo luminoso del dibujo con la oscuridad de la silueta pictórica. El autorretrato además adquiere aquí, más íntima y emocionalmente, la estructura del doble, frecuente en la literatura y el teatro: el doble es el otro pero es, a la vez, una reiteración de sí mismo. La multiplicidad de otros momentos se reduce así a una tensa duplicidad: el blanco y el negro, el bien y el mal, la transparencia y la nocturnidad. Como en espejo –esta vez más indirecto- una y otra faz del autorretrato se enfrentan en la dinámica del yo y del otro que aparecen como acercándose para una lucha cuerpo a cuerpo, pero mantienen aun suficiente espacio de por medio (y, con él, la idea de un tiempo demorado antes de la acción directa). La agresividad contenida se crece en el espacio blanco del papel, desde (y hacia) el centro de la obra. En su ser doble, con esta imagen Ferrer se va aproximando ya, formalmente, a los personajes solitarios y protagónicos de 2016, pero sin dejar todavía del todo la troceada espacialidad de otros tiempos.
Frente a lo múltiple-simultáneo de muchos trabajos anteriores, las nuevas figuras de 2016 alientan la intensidad de lo unitario en el protagonismo dramático de los personajes, en la marca gestual de la pintura expresionista, en la crudeza del acrílico, la fuerza del color, los simbolismos del rojo, la expansión de la mancha.
Se trata de la pulsión de pintar aquí y ahora, aunque puedan venir luego, tal vez, nuevos rumbos de pensamiento y nuevas capas de materia.
“La pintura para mí siempre será personal, una angustia de siempre (…) una actividad abierta y plural donde el fin no es el objeto a realizar sino el proceso de una reflexión continua”, decía Enay hace algunos años. Si con la estructura fragmentaria iba construyendo, lentamente, la narratividad de un relato reflexivo, ahora aborda la tela en una emocionalidad más liberada, y la impronta del pintor se hace cada vez más sensible en sus nuevos personajes solitarios.
María Elena Ramos
Caracas, Octubre 2016
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