Cara y Sello: Milton Becerra
Curaduría: María Elena Ramos
Milton Becerra es un creador muy ligado a la materia, un materializador. Esto tiene tras de sí una doble historia: tanto la de su propia trayectoria artística –hacedora, constructora– como otra, cultural y más amplia: la de un pueblo que teje y entrelaza. El artista reúne formas –iguales o disímiles– a través del nudo y las lazadas, pero sobre todo crea espacios y situaciones enteramente nuevos, más allá del acto de juntar algo con algo: una roca con otra, una moneda con una semilla o una piedra preciosa.
El artista es un sensorialista, un cuerpo atento a los llamados de lo visible, de lo sensible: sus sentidos orientados a la atrayente corporeidad del mundo. Y es la suya, entonces, una percepción que se detiene en la materia, que la guía y la transforma, pero que quiere también dejarse guiar por ella, atendiendo sus llamados silentes, para él inevadibles.
En su recorrido, la materia ha ido tomando múltiples formas: es la tierra que acoge al nómada recolector, a su cuerpo desnudo; es el fragmento antiguo de cerámica indígena que se incorpora a la obra actual; es la gema semipreciosa; es el metal que otorga valor y brillo; es la madera rústica; es la piedra –el peso– que reposa; es el tejido de lino, a la vez rugoso y leve; es la fibra que sirve como soporte, o como nudo que ata, o como signo que señala, o como fuerza de tracción sobre otras piedras que ya no reposan, pues en este imaginario material, y por voluntad del artista, las piedras también pueden elevarse. Dice Gustavo Morales: «Becerra parece abonar su siembra mineral para hacer que las piedras vean hacia arriba, escapen a su condición inanimada».
En la presente exposición –Milton Becerra: Cara y sello– hemos seleccionado un conjunto de obras realizadas entre los años setenta y el nuevo siglo. Podríamos entonces abordar el estudio para esta curaduría como un período definido, limitado por su duración y concentrado en las características de las piezas producidas en ese lapso o, más acotado aun, de las seleccionadas para esta muestra. Centraríamos el análisis en una específica etapa productiva, y colaboraría a esa visión el hecho de que el tema del dinero sea tan fuerte en sí mismo, tan protagónico en nuestro tiempo.
Sin embargo, la compleja y diversa naturaleza de estos trabajos nos llama a una visión más extendida, pues durante eso que podríamos llamar su etapa del dinero han continuado ciertos temas, modos de hacer y morfologías que resultan claves para una comprensión más amplia del lenguaje de Becerra. Así, por ejemplo, ¿cuál es la forma protagonista en algunas de estas propuestas: el billete o el nudo mismo con la lazada que lo sustenta, con los cabos sueltos que caen de él?, ¿la moneda o las formas de su atadura?.
Esta última frase podemos verla en dos derivaciones posibles: la de una esté- tica material que ennoblece el modo de hacer y crear por sobre cualquier tema que parezca central, haciendo por ejemplo del nudo y de las fibras algo tanto o más importante que el objeto mismo –moneda o billete– al que el nudo amarra. Pero otra derivación, más metafórica, sería acaso más sugerente: ¿cómo son las formas de la atadura –parecería decirnos también el artista– con las que el dinero se sustenta en diversas sociedades, y en la nuestra?, y ¿cómo son las formas con las que el capital nos sustenta como personas, como seres necesitados, pero también como individuos cuyo ego el billete –y sus ataduras– refuerza?.
Un aspecto muy físico, carnal, nos llega en la materialidad de estas obras, pero otra energía más virtual, simbólica y conceptual las recorre igualmente. Y esa doble existencia, la de lo carnal–territorial por una parte y la de lo conceptual por otra, es característica relevante en la producción de Becerra. Así por ejemplo vemos que, desde los años setenta, la fuerza del tocar –incorporando signos gráficos, lazadas, o su propio cuerpo desnudo a las grandes piedras del río como naturaleza primera y «real»–, solo podía llegar a los otros a través de fotografías de registro de esos actos que, habiendo sido físicamente tan intensos, vivieron en la temporalidad frágil de lo efímero y fueron realizados en solitario, casi sin espectadores (no más que aquellos que el artista requiriera, precisamente, para hacer las tomas que multiplicarían la acción entre quienes no estuvimos allí). Así, el tacto directo de la materia rotunda –de la piedra, de la tierra– solo podría ser conocido a través de la imagen fotográfica, que, a una misma vez, sostiene y descorporiza. «Sostiene», a lo largo del tiempo como documento y memoria.
Y «descorporiza», pues la fotografía desvanece un tanto la realidad que tenían el río, el árbol, el bosque cuando fueron intervenidos directamente por el artista. Pero aun siendo un tanto descorporizada, una buena fotografía puede ser vehículo idóneo para un arte conceptual de fuerte contenido ecológico y crítico. La imagen fotográfica fue además, en aquellos casos, otra puesta en escena, más distanciada y referencial, de un espacio de valor plástico –no pictórico, no escultórico– en este lenguaje de ecología y de signos.
Sobre la diferencia de los conceptos de paisaje y de territorio dice Santiago Olmo: «Frente al paisaje, que requiere esencialmente una acción contemplativa, el territorio reclama una intervención y una interpretación que se desarrollan preferentemente en claves de experiencia».
Becerra no es un paisajista, no mira la naturaleza desde afuera para representarla. Él actúa como parte del territorio y de allí su atención a lo que se palpa, a lo que se puede caminar encima, a lo que se llega a intervenir con el cuerpo, a lo que se contextualiza en términos geográficos, pero también a cierta curiosidad histórica para incorporar a la obra contemporánea formaciones y rituales de culturas ancestrales. Con estos modos, más activos que contemplativos, más vinculados al lugar de vivencias que al paisaje, Becerra hace espacio al interés antropológico, con penetración conceptual que nunca reniega de aquella materialidad táctil y corpórea tan central en su obra y a la que también integra reveladoras metáforas poéticas.
Pero su trabajo no se ha limitado a las zonas urbanas semi-deshabitadas que intervino en los setenta, o a los lugares de naturaleza –riberas de ríos y ambientes selváticos– que intervino en los ochenta y los noventa durante sus viajes al río Táchira o sus travesías por el Amazonas y el Orinoco. Posteriormente penetró otros territorios, materiales y simbólicos: los del dinero, con monedas de distintos tamaños, espesores y denominaciones, con sus dos caras grabadas, con rostros y signos de heroicidad y gloria patria, con distintos contenidos según los países y con la diversidad de los billetes según color y diseño; con una materia prima que habla de tiempos florecientes o precarios, de pesada plata algunas o de cobre o níquel otras; con la nacionalidad que se expresa directamente en esas piezas numismáticas y que ahora entra, indirectamente, a la obra de arte: así Costa Rica está de algún modo presente en sus moneditas de plata, Estados Unidos en sus billetes de dólar, y Venezuela en los pesados «fuertes» o en las delgadas monedas de un «medio», ambas de plata, que convocan a la vez el aspecto estético y el del valor.
María Elena Ramos
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