Pasaron apenas tres días de su llegada a la residencia de artista en Altos de Chavón (*) cuando María Virginia Pineda entró en la vorágine de la naturaleza dominicana. El huracán Fiona azotaría a una velocidad de 156 kilómetros por hora, y aunque según los pobladores se trataba de algo leve, categoría 1, para una venezolana acostumbrada a las montañas andinas y al valle caraqueño la experiencia de conocer la fuerza del viento en esas magnitudes era más que abrumadora.
Mientras los bosques crujían sintió que la naturaleza le gritaba, como si nunca antes la hubiera escuchado. Ella, precisamente, quien siempre ha tenido atención e inspiración hacia lo vegetal, tuvo que iniciar un diálogo diferente con su musa. No podía más que esperar el fin de la tormenta para emprender el camino creativo. Dice el poeta Igor Barreto: “hay que ver la naturaleza como otro. Dejarla de sentir como propiedad humana. Verla como una existencia que no es nuestra”.
Tengo la certeza de que por una razón similar, María Virginia Pineda se conecta con ella desde la palabra, el diseño y la huella. Porque somos nosotros los que le pertenecemos a la naturaleza; los súbditos de ese gran reino botánico...